viernes. 29.03.2024

La ajustada mayoría absoluta obtenida por Junts per Catalunya (34 diputados), ERC (32 diputados) y CUP (4 diputadas), los tres partidos secesionistas que propiciaron la declaración de independencia (DUI) el pasado 27 de octubre, ha empañado en cierto modo la rotunda victoria de Ciudadanos que, con 37 diputados y 1,1 millón de votos, se convierte en el primer partido en el Parlament de Cataluña. Sin embargo, si miramos el asunto con cierta perspectiva, los constitucionalistas que residimos en Cataluña podemos encontrar razones sobradas para estar orgullosos de la victoria de la formación naranja, y hasta para dejarnos llevar por la euforia y celebrarlo con un buen cava catalán (y por tanto español) estos días.

No me cabe duda de que el 21-D ha sido un día histórico, como también lo fue aquél lejano 1 de noviembre de 2006 en que Ciudadanos irrumpió en el Parlament con tres diputados y fue objeto de mofas y chirigotas por parte de los partidos nacionalistas y catalanistas. Si los partidos y asociaciones cívicas que han mantenido viva la llama de la multiculturalidad en Cataluña durante estos años tan difíciles, mantienen cierta unidad de acción y propósito, las elecciones del 2017 podrían ser vistas en una o dos legislaturas como el punto de inflexión que marca el inició del declive del movimiento nacional-secesionista. Queda mucho trabajo por delante y no hay que echar las campanas al vuelo. Pero la tarea es factible siempre que las instituciones centrales del Estado (Gobierno, Congreso, Senado y Tribunales) sepan estar a la altura de sus responsabilidades, algo que no siempre han hecho.

Perro ladrador

El deslenguado y fullero Puigdemont sigue huido en Bruselas haciendo cábalas sobre cómo sacar el mayor provecho a los 34 diputados que ha obtenido con su lista de cortesanos convergentes, reforzada con el presuntamente rebelde presidente de la ANC. Ayer vimos a Puigdemont sobreactuar, como es habitual en él, y declarar enfáticamente en su comparecencia que la ‘república’ ha ganado a la ‘monarquía’. Patético pero efectivo por lo que hemos podido constatar en estas elecciones. Su mensaje ‘soy el presidente legítimo’, avalado por la bobalicona cúpula de ERC que se prestó a rendirle incluso algunos inmerecidos homenajes en Bruselas mientras su líder criaba malvas en Entremeras, le ha dado unos réditos impensables hace sólo unos meses. El pobre Junqueras ha visto desde su celda como el pájaro que tantas veces lo engañó durante estos dos años susurrándole al oído ‘me voy’, ‘no repetiré’, volvía a dejarlo con un palmo de narices meditando sobre su injusto destino. Y es que Junqueras, por impericia y docilidad, ha visto como se le escapaba de las manos la (¿única?) oportunidad de ser investido presidente del gobierno de la Generalitat.

¿Vendrá no vendrá? No sé qué tal marchan las finanzas en la corte belga –todo un misterio que algún día conoceremos– pero si algo está claro es que en caso de que regrese a España será con toda probabilidad detenido, interrogado, encarcelado y juzgado con todas las garantías que concede nuestro Estado de Derecho. Los delitos que se le imputan a él, a los consejeros de su gobierno cesado y a los líderes de la ANC y Òmnium, rebelión, sedición, malversación de caudales públicos y desacato al poder judicial, son los más graves que pueden imputarse a un político en democracia.

Desconozco si nuestro sistema judicial y penitenciario lo permiten, pero sería un auténtico dislate que a un golpista irredento, que sigue denigrando nuestras instituciones democráticas en Bélgica, se le permitiera acudir a recoger su acta de diputado sin acatar la Constitución y mucho menos ser investido presidente del gobierno de la Generalitat. Lo malo sobre este asunto, como sobre muchos otros que debilitan nuestra democracia –estoy pensando en la ausencia de la bandera nacional en edificios públicos y en comparecencias institucionales, la ocupación de espacios públicos con banderas estrelladas por acuerdos municipales, los insultos y silbidos a Felipe VI,  la celebración del 9-N, las sesiones parlamentarias del 6-7 de septiembre, la consulta ilegal del 1-O, etc. – es que el Gobierno de España ha demostrado, pese a las afirmaciones en sentido contrario, que no tenía una estrategia efectiva para hacer frente a los secesionistas.

Optimismo constitucionalista      

Pero pese a la euforia del mal perdedor, lo cierto es que el movimiento nacional-soberanistam transformado en nacional-secesionista desde 2012, no sólo no avanza sino que retrocede. Desde las elecciones del año 2010, el porcentaje de voto de los partidos que defendían estas posiciones alcanzó su máximo, 49,1%, en 2012 y ha caído desde entonces hasta situarse en el 47,5% en 2017. En escaños, alcanzó su máximo, 76, en 2010, y en estas elecciones se ha quedado en 70. La caída es lenta pero quien pensara que podía acabarse en cuatro días con un movimiento tan bien alimentado desde las instituciones, confundía el deseo con la realidad. El dominio casi absoluto de la Generalitat sobre los medios de comunicación, el sistema educativo, las asociaciones culturales, etc., aseguran su pervivencia mientras no se consiga restablecer la neutralidad del gobierno de la Generalitat, el Parlament, las Diputaciones y los Ayuntamientos. Ningún adicto puede dejarlo en un día, mucho menos si sigue recibiendo abundantes dosis.

La evolución del movimiento constitucionalista resulta asimismo esperanzadora. Para empezar, ahí están las movilizaciones que este otoños sacudieron Cataluña el 30 de septiembre, el 8, 12 y 29 de octubre y de nuevo el 6 de diciembre. Cientos de miles de catalanes silenciosos (o silenciados) perdieron el temor a expresar su deseo, nada facha, sino profundamente progresista, de seguir compartiendo nuestro destino con nuestros primos, hermanos y amigos en el resto de España. Frutos, el viejo líder del PCE, lo expuso maravillosamente el 29 de octubre en Paseo de Gracia. Las movilizaciones lideradas por Espanya i Catalans y Sociedad Civil Catalana, pero en las que han participado otras asociaciones como Convivencia Cívica Catalana, Regeneración Democrática, Asociación por la Tolerancia, Somatemps, etc., han de mantenerse y servir para movilizar a todos los catalanes que compartimos los ideales de libertad, igualdad y fraternidad.

Además, el peso de los partidos constitucionalistas no ha cesado de crecer, especialmente a partir de 2012. En escaños, estos partidos han pasado de 47 en 2010 a los 57 conseguidos en 2017, un número todavía alejado de los 68 que otorgan la mayoría absoluta. En porcentaje de votos, hemos pasado del 37,1% en 2010 al 43,5% en 2017. Todavía queda un buen trecho pero estamos cada vez más cerca y, si perseveramos en la línea seguida en los últimos años, la victoria puede llegar en una o dos legislaturas. Aunque es cierto que la aritmética electoral favorece a los secesionistas por su predominio en las zonas rurales, la solución no pasa necesariamente por cambiar la ley electoral, sino por reconquistar estas zonas dominadas por el secesionismo. Para ello, conviene mantener el nivel de movilización social de los últimos meses, requisito indispensable para lograr mayores cotas de participación, y hay que responder con inteligencia a las provocaciones de un republicanismo trasnochado y victimista que ha provocado una fractura social gravísima, espantado a las empresas y a los inversores y amenaza con provocar una recesión en Cataluña.

|Clemente Polo

Catedrático de Fundamentos del Análisis Económico

Universidad Autónoma de Barcelona

Auge y decadencia del nacional-secesionismo