miércoles. 24.04.2024

 

Es la segunda vez que aterrizo en Estambul, en el aeropuerto de Atatürk, de esta bella y monstruosa urbe, cuyas dimensiones resultan inabarcables, y que a Juan Goytisolo se le antoja espacio-palimpsesto, babel de lenguas, Bizancio-Constantinopla. Nada más llegar al aeropuerto (y pagar religiosamente el visado), me encamino a algún punto de información para ver cómo puedo llegar al centro. Busco una oficina de turismo antes incluso de cambiar guita. “Desde aquí no hay autobuses, sí metro”, me dice la chica de información, que me explica cómo puedo llegar al centro, y se sonríe, simpática, cuando le muestro mis viejas liras, ya inservibles.

Desde Atatürk (estación de Havalimani) se puede coger un metro, que te lleva hasta el centro histórico de Sultanahmet, donde están algunas de las maravillas turcas: Santa Sofía, la Mezquita Azul, el palacio de Topkapi, harén incluido.

Elijo la calle Akbiyik para alojarme, a sabiendas de que en esta ciudad no resulta complicado encontrar dónde hospedarse porque cuenta con una gran infraestructura hotelera, creada sobre todo en estos últimos tiempos, debido a la masiva demanda de turistas. La Akbiyik Caddesi parece una calle americana de alguna ciudad californiana. Muy cambiada he visto esta megalópolis con respecto al 2001, año en que la visitara por primera vez. Ciudad en constante cambio, a la que han aseado y maquillado como una capital europea de altos vuelos por donde suelen transitar los turistas, véanse la animada Istiklal Caddesi o la Divanyolu, que parte desde Santa Sofía hasta la parada Çemberlitas, donde se encuentra un famoso hammam, que hace las delicias de cualquier viajero.

Al personal le gusta pasear por la Istiklal Caddesi, una larga, espaciosa y occidentalizada calle peatonal, sólo interrumpida por un viejo y turístico tranvía, que de vez en cuando parece embestir a la muchedumbre. La Istiklal, con sus múltiples pasajes de estilo parisino, como el Atlas, el Çiçek Pasaji o Cité de Pera me hacen recordar la histórica calle de Saint Denis o a alguna calle vienesa, con sus cafeterías y tiendas sofisticadas. En la Istiklal hay multitud de bares, cafeterías como Madrid y Barcelona, restaurantes, delicias turcas, puestos de kebab, cines, tiendas de libros y discos (véase la estupenda Mephısto, que encima sirve café y té).

Continúo mi peregrinaje por esta ciudad espiritual y promiscua, estimulante y frenética, entre dos mundos no siempre reconciliables, Oriente y Occidente, asentada sobre siete colinas, como Roma, con sus bellas y evocadoras siluetas de minaretes y cúpulas, que parecen tocar los cielos... y sus muecines que resuenan como llamadas de fe. Me acerco al café Pierre Loti, situado en medio de un cementerio apacible y bucólico, en el barrio de Eyüp. Desde su terraza se contemplan maravillosas panorámicas de “Istanbul”, aunque me late que las mejores vistas de la ciudad se tienen desde lo alto de la Torre Gálata. Luego de la visita tomo un bus de regreso hasta Eminönü, otro lugar emblemático de la ciudad, donde hay muchos puestos de pescado, que invitan a degustar un sabroso bocadillo de pescado asado a la plancha.

Cruzo el puente Gálata, en dirección a la famosa torre, la más antigua y bonita de Estambul. La subida a la torre en ascensor merece mucho la pena, porque se puede atisbar toda la ciudad.

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Resulta inspirador recorrer la ciudad a pie, adentrarse sin rumbo fijo en sus entrañas, que desprenden un intenso aroma, pues se trata de una mágica y a la vez decadente ciudad, emplazada en un lugar de ensueño, a orillas  del mar Mármara y el estrecho del Bósforo. La Capital de tres imperios invita a soñar con harenes y viajes lujosos en el Orient Express.

Me dejo llevar por mi instinto y brujuleo por calles y callejuelas atestadas hasta los topes. Lo mejor es dejarse extraviar, mezclarse con el bullicio, detenerse a contemplar la algarabía: graciosos vendedores de helados, mozos tirando por carros o con la carga sobre la cabeza, mercachifles y vendedores de todo tipo, desde lotería (identificados con su gorro Milli Piyango) hasta roscas de pan, cacahuetes, churros bañados en miel, etc.

estambul dobleProsigo mi caminata por esta ciudad de bazares, donde todo se compra y se vende, rumbo al Mercado Egipcio o Bazar de las Especias (Mısır Çarşısı), que es más coqueto que el Gran Bazar (Kapalı Çarşı), y resulta más afectivo y cercano, incluso por el carisma de sus vendedores. En torno a este bazar “chico” se desarrolla una intensa vida comercial.

Antes de alcanzar la Akbiyik, me recreo en los obeliscos del hipódromo y sobre todo en las mezquitas, tanto la Azul (cuya belleza espiritual, hecha con seis minaretes, se me hace cautivadora) como Santa Sofía, a las que no me resisto a hacer unas cuantas fotos, como si quisiera capturar su alma, a través de simples imágenes.

Como broche de oro final al viaje, decido asistir a un espectáculo de Derviches a ritmo sufí. Resulta impresionante verlos girar como peonzas, a una velocidad vertiginosa. Su danza se me antoja puro éxtasis. Y sólo de mirarlos me provoca mareos. Y me hace “levitar”.

casa pedro

 

El viaje llega a su fin, y antes de emprender rumbo al aeropuerto, me doy una vuelta por algunas calles de Sultanahmet, y por azar me topo con la tienda de Pedro. Por este pequeño bazar han pasado, como queda constancia en las fotografías colgadas de su pared central, nuestro presidente Zapatero (acompañado por su mujer Sonsoles), Javier Sardá, Nuria Ber, Güiza o Marta Sánchez, entre otros. Pero lo más sorprendente es que la hija de Pedro está amadrinada por una berciana, Sara Ramón. Increíble.

El regreso a Madrid se me antoja como una prolongación de Estambul. El país de la media luna, con estrella sobre fondo rojo, sigue fascinándome.

Manuel Cuenya

Estambul, ciudad espiritual y promiscua