jueves. 28.03.2024

manuelManuel Cuenya (Noceda del Bierzo) ha publicado Mapas afectivos (León, La Nueva Crónica, 2016), un libro de viajes pero también de emociones en el que su autor calca su huella por distintas ciudades y territorios de España, Europa, Norteamérica y Norte de África, sin olvidar los caminos que recorren El Bierzo, su comarca natal.

Profesor, escritor, viajero, editor de la revista cultural La Curuja, y columnista en distintos periódicos —Diario de León, La Nueva Crónica, ileon.com—, de Cuenya escribe Julio Llamazares, en la contraportada del libro, que “viene de la estirpe berciana de Enrique Gil y Carrasco, de Carnicer, de Pereira, de Mestre, pero también de la rama dorada de los escritores viajeros” (Miguel Torga, Unamuno, London, Chatwin, Baudelaire, la monja Egerea….), “esos hombres y mujeres que han vagado por el mundo en busca de explicación a su desasosiego pessoano, a su incomodidad espiritual y a su afán por conocer países”.

—¿Qué es “viajar” para ti, qué supone, qué te aporta, qué buscas en un viaje?

—Viajar es una forma de estar en el mundo, un modo de conocer, de confrontarse no sólo con tu propia realidad sino con otras realidades, con otras culturas, con otras gentes. Cuando viajamos nos exponemos a situaciones en principio desconocidas, lo que nos ayuda a percibir las cosas de otra manera.

Viajar es una forma de aprendizaje, genuina quizá, sobre todo cuando uno viaja con los cinco sentidos, abierto a nuevas sensaciones y experiencias, con la mirada y el olfato, por ejemplo, puestos en otros horizontes. Acaso porque la mejor manera de viajar es sentir, sentirlo todo de todas las maneras, como quisiera Pessoa, sentirlo todo excesivamente.

Viajar siempre resulta estimulante e instructivo, y ayuda a dejar de mirarnos el ombligo y a quitarnos la caspa. Incluso nos enseña a situar los países en el mapa, y las ciudades en el lugar exacto.

Viajar es muy útil, hace trabajar la imaginación, como bien nos dijera el escritor Céline.

—¿De dónde nace tu pasión viajera?

—Tengo la impresión de que mi pasión viajera tiene que ver con haber nacido en el útero de la Sierra de Gistredo, en un amplio y nutricio valle, como el de Noceda, lo que a buen seguro me ha dado la fuerza suficiente para caminar por el ancho mundo. En cualquier caso, conviene saber que el paisaje es memoria, y Gistredo es mi memoria afectiva.

Cuando era un rapacín me preguntaba qué habría detrás de Gistredo. Sentía una gran curiosidad por saber qué se encontraba tras la montaña sagrada y mítica, donde en tiempos se refugiaran algunos perseguidos durante la inmediata posguerra incivil. Por una extraña razón o sinrazón imaginaba que tras Gistredo estaría Londres (mapa afectivo incluido en mi reciente libro), lo que no resulta tan desnortado, porque si siguiéramos en dirección norte, en una línea más o menos recta, se acabaría llegando a Inglaterra. Es probable que fabulara con Londres porque había leído a Dickens y sus novelas ‘Oliver Twist’ y ‘David Copperfield’. Obsesiones de la infancia, en cualquier caso.

En la infancia, cuando se va conformando el individuo, soñaba, casi de forma recurrente, con volar cual si fuera un pajarito. El vuelo como ideal y principio de libertad. Confieso que se me erizan los pelos del alma cada vez que me subo a un avión.

Bien pequeño comencé a leer historias gráficas, Joyas literarias, así se llamaban, entre las cuales estaban algunas obras de Julio Verne, como ‘La vuelta al mundo en 80 días’, ‘Cinco semanas en globo’, ‘Viaje al centro de la tierra’ o ‘20.000 leguas de viaje submarino’, lo que me enganchó definitivamente y para siempre.

Luego llegaron Stevenson con ‘La isla del tesoro’ (y muchos años después ‘Viajes con una burra, Modestine, por tierras francesas’), ‘Los viajes de Gulliver’, de Swift y algún cuento de ‘Las Mil y una noches’, como ‘Simbad el Marino’, y de este modo se despertó aún más mi curiosidad por la aventura y el viaje.

Y como complemento a todo esto me quedaba hipnotizado cuando escuchaba las historias de los muchos nocedenses que habían emigrado a las Américas, entre ellos, mi padre, que viajó al Brasil en los años 50, o una vecina, casi familiar, que lo había hecho a la Argentina. Entonces, el viaje hacia nuevas tierras se convirtió para mí en una verdadera obsesión. No en vano, estuve viviendo, ya mayorcito, durante algún tiempo en México, mapa afectivo incluido en mi reciente libro de viajes. Seguí creciendo al amparo de lecturas e historias que se me antojaban deliciosas, y descubrí los libros de viaje de Cela, como el primer ‘Viaje a la Alcarria’ o ‘Viaje al Pirineo’, o bien ‘El Quijote’, de Cervantes, que es una maravillosa novela de viajes/aventuras.

Y durante mi estancia como Erasmus en la ciudad francesa de Dijon me entregué a las lecturas de Henry Miller, que me recomendó mi amiga canadiense Jessica Torrens. Henry Miller, además de un gran viajero (me entusiasma su ‘Coloso de Marusi’), es sin duda uno de los más grandes escritores que ha dado el siglo XX, porque, entre otros asuntos, trató de devolver la vida a la literatura.

—¿Por qué mapas “afectivos”?

—‘Mapas afectivos’, como su propio título indica, hace referencia a esos espacios que a uno lo han cautivado, esos lugares por los que siento afecto, en los que me he sentido a gusto, incluso esos mapas en los que he encontrado, de alguna forma, una temperatura afectiva adecuada.

—¿Te inspira la literatura de viajes?

—La literatura de viajes es la esencia o la madre de la literatura. Pienso en los primeros viajeros, que relataban sus peripecias al mundo, cuando no existía ni el Internet, ni la televisión, ni el cine… Y luego, cuando regresaban de su periplo, lo contaban. Ahí están ‘La Odisea’, el ‘Libro de las maravillas del mundo’, de Marco Polo, ‘Historia verdadera de la conquista de la Nueva España’, entre otros muchos fundacionales.

—¿Qué escritores “viajeros” te gustan y/o te inspiran?

—Lecturas reseñables, al menos para mí, son algunas como ‘Donde Las Hurdes se llaman Cabrera’, de Carnicer (un deslumbrante viaje por olvidada Cabrera), ‘El río del olvido’ (un inolvidable viaje a pie siguiendo el curso del río Curueño) y ‘Trás-os-Montes’ (un recorrido por una de las zonas tal vez más desconocidas de Portugal), de Llamazares, ‘Viaje del Vierzo’ (un apasionante viaje por el Bierzo de los años ochenta) y ‘Viaje interior por la provincia del Bierzo’ (un nuevo viaje por el Bierzo del siglo XXI), de Valentín Carrera, ‘Campos de Níjar’ (un viaje por la Almería profunda) y ‘Aproximaciones a Gaudí en Capadocia’ (un conjunto de relatos sobre ciudades como Estambul o El Cairo, y aun el valle del Urika, en Marruecos), de Goytisolo (con quien he tenido la ocasión de conversar en Marrakech), o el ‘Drácula’ de BramStoker, cuyas primeras páginas en forma de diario de viaje, el Diario de Harker, me parecen de una gran belleza y un poder sugestivo, desde su salida de Munich hasta llegar a la Transilvania. Algo que me sigue haciendo soñar despierto.

Aparte de ‘El coloso de Marusi’, que ya había mencionado, sobre un viaje iniciático a Grecia, que es una auténtica revelación, me interesó mucho, en su día, el descubrimiento de la Generación Beat, los discípulos aventajados de Miller, como Kerouac y su libro ‘En el camino’, que tanto apasionó a los hippies y que narra un intrépido viaje por todo Estados Unidos, a través de la mítica ruta 66, de Nueva York a Nueva Orleans, Ciudad de México, San Francisco, Chicago y regreso a Nueva York.

Otros libros que me han influido son ‘Cuentos del desierto’ y ‘El cielo protector’ de Bowles. Me fascina ese viaje de una pareja de americanos a Marruecos, un viaje hacia el Sur, sin rumbo fijo, donde el viaje se convierte en un sin retorno, al menos para el hombre, Port. Tengo la impresión de que la vida es también un viaje sin retorno. En esta novela, ‘El cielo protector’, adaptada al cine por Bertolucci, Bowles diferencia lo que es un turista y un viajero. “Mientras un turista se apresura por lo general a regresar a su casa al cabo de algunos meses o semanas, el viajero se desplaza con lentitud durante años de un punto a otro de la tierra”.

Autores relevantes en el género de literatura de viajes están: Conrad, Melville, Hemingway, Theroux y su ‘Gran bazar del ferrocarril’, por ejemplo, Kapuscinski, o más cercanos como Javier Reverte o el propio Gil y Carrasco, con su ‘Último viaje’ por Europa, desde Madrid hasta Berlín, que Valentín Carrera editó, y en el cual tuve la ocasión de participar con una introducción.

—¿En qué nuevos proyectos estás trabajando ahora?

—Quiero seguir viajando y contando lo que he visto, vivido, sentido. Y en un mundo en el que se impone la imagen frente a la palabra, la palabra escrita, conviene recuperar esta última para seguir contando, ya sea al amor/calor de un plato de caldo y un vaso de vino, o en compañía de familiares, amigos y amigas.

Manuel Cuenya: “La mejor manera de viajar es sentirlo todo excesivamente y de todas las...