miércoles. 13.11.2024

Quizás mi infancia y buena parte de mi juventud en convivencia estrecha con mis abuelos…tal vez mi dedicación profesional durante más de dos décadas a compatibilizar el trabajo en geriatría y en la atención primaria predominantemente rural, y por tanto a una mayoría de pacientes ubicados en lo que llamamos hoy día “tercera y cuarta edad” ha despertado en mi sentimientos como la “gratitud” y el “respeto” a una generación en extinción que se nos va como arena entre los dedos y con ella un patrimonio cultural ávido de herederos.

Me refiero fundamentalmente a todos esos nonagenarios, incluso centenarios que aún nos quedan, mi abuela Isabel entre ellos a sus casi noventa y ocho, o mi queridísima amiga (y no es un apelativo fortuíto) María “La Morena”, tristemente fallecida hace tres meses, poco antes de cumplir noventa y siete.

Otros no tuvieron tanta suerte. Después de dos años y medio desde el inicio de la pandemia por un “hijoputavirus” como yo cariñosamente he dado en nominar, una auténtica masacre ha asolado nuestra sociedad tan democrática, capitalista y occidental como ustedes quieran, con una sanidad inexpugnable, “la mejor del mundo” en nuestro caso, pero nada pudo evitarlo. 

Es posible que sea momento ahora, con los ánimos más sosegados y las morales comenzando a levantarse para la reflexión y para el examen de conciencia, porque la penitencia se nos ha adelantado y la estamos cumpliendo a plazos desde el inicio de esta pesadilla.

Mi abuelo “Salero”, fallecido hace 9 años, me enseñó los valores, filosofía vital y pautas de comportamiento que no se aprenden en la facultad. “Espero que el día de mañana, aunque puede que yo no lo vea, seas un hombre de provecho...y no que se aprovechen todos de ti, como le ha pasado a tu abuelo aquí presente...” 

¡Por algo te llamaban Salero! Me gustaría decirte que no hay día que no te recuerde (a ti y a mis otros abuelos a los que tanto quiero, aún en el vacío y en la distancia de su definitiva ausencia), y sí, he encontrado la felicidad en mi profesión, donde me siento útil, y por lo tanto “provechoso”, pero eso ya lo comprobaste tú en vida.

Lo que no pudiste ver es el desprecio hacia los viejos ; un desaire silente pero punzante, ahogado por áridos aplausos, enmascarado, oculto por los requerimientos de la archipandémica emergencia nacional. 

Abuelos: vosotros cuidasteis de vuestros mayores; vivisteis  una niñez desprovista de todo lujo, supisteis lo que significaba ganarse el pan a base de sudor desde vuestra infancia. La guerra endureció vuestros corazones, aprendisteis el valor de la familia, de vivir el presente «quam mínimum credula postero», con humildad y la justa ilusión por un futuro mejor. 

Criasteis a vuestros hijos, en algún caso también a nietos de los que también disfrutasteis, y os consagrasteis con vuestros biznietos. ¡Gracias! Vosotros y  otros muchos ancianos hoy mereceríais mucho más  que  esa  “actitud expectante”, en la que quienes os debíamos cuidar nos fuimos instalado para ser espectadores de una muerte anunciada, de los más tristes funerales que se  recuerdan, porque en muchos casos ni siquiera se celebraron.

No hemos aprendido mucho de nuestros mayores, desde luego. A labrarnos ese “futuro mejor” que el suyo, con todas las necesidades básicas cubiertas…Y para de contar. 

Poco hemos aprendido a valorar cada momento de nuestras ocupadísimas vidas como si fuera un regalo, a desconfiar de la estabilidad económica, política y social que en un suspiro puede dar la vuelta a la tortilla, no para vivir amargados, sino para afrontar mejor la adversidad; mucho menos a gestionar nuestro tiempo, como verdaderamente lo más valioso que tenemos, siendo la tela de este vestido al que llamamos vida, en definitiva, a ser más felices, a ilusionarnos, a conformarnos.


No hemos aprendido mucho de nuestros mayores, desde luego. A labrarnos ese “futuro mejor” que el suyo, con todas las necesidades básicas cubiertas…Y para de contar. 

Venimos observando desde hace algunos años que subliminalmente tendemos a considerar menos valiosa la vida de nuestros ancianos, y a justificar incluso profesionalmente algunas conductas que se convierten en costumbre como omitir peticiones de pruebas diagnósticas.


Me entristece contemplar “a toro pasado” cómo algunos geriátricos son objeto de ataques, culpabilizando a sus gestores/directores de los desastres acaecidos. En primera persona, y a riesgo de “tener problemas” debo decir bien claro que salvo raras excepciones que desconozco, la mayoría de las muertes acaecidas en la primera y segunda ola pandémicas en las residencias de ancianos no fueron causadas por la deficiente gestión interna, sino por la desafortunadísima administración de los recursos sanitarios que se priorizaban con un claro sesgo edadista, hasta negar a los más vulnerables unos derechos básicos amparados en la “sobresaturación del sistema” o en “protegerles en su vivienda habitual sin exponerles al medio hospitalario”.

La desafortunadísima administración de los recursos sanitarios que se priorizaban con un claro sesgo edadista, hasta negar a los más vulnerables unos derechos básicos amparados en la “sobresaturación del sistema”

Esta falta de conciencia de la necesidad de protección al anciano quedó retratada y patente en esas extraordinarias circunstancias de descontrol epidémico, pero algunos venimos observando desde hace algunos años que subliminalmente tendemos a considerar menos valiosa la vida de nuestros ancianos, y a justificar incluso profesionalmente algunas conductas que se convierten en costumbre como omitir peticiones de pruebas diagnósticas o “dejarle tranquilito” excusando determinados cuidados por el simple hecho de haber cumplido muchos años, simple motivo por el cual a mi juicio debería el “superviviente” ser objeto de veneración y culto.

Esto nunca ha de estar reñido con la utilización racional de los recursos sanitarios, que en todo caso debemos realizar, pero no creo justo permitirme el lujo como profesional sanitario de decidir cuándo a una persona añosa plenamente consciente o más o menos deteriorada le “merece la pena vivir”…mientras muchos otros jóvenes y maduros abusan de su salud y de la de su prójimo causando un gasto elevadísimo a la sanidad pública por capricho, egoísmo o anhelo exacerbado de satisfacción personal.

Concluyo dedicando al periodista D. Manuel Rico una de sus frases categóricas con la que estoy plenamente de acuerdo, no del todo con su análisis con respecto a las residencias y sus responsabilidades en tiempos de pandemia: «Una sociedad que no cuida de sus mayores, no es una sociedad digna»

|Javi Prieto
Graduado en Enfermería
Enfermería Familiar y Comunitaria

Homenaje a quienes dieron mucho