Desde el Bierzo a Trás-os-Montes I

 

Trás-os-Montes es un reino maravilloso, asegura Miguel Torga, uno de los más grandes escritores que ha parido Portugal, país querido y añorado, por el que el viajero siente auténtica devoción. Y añade: "porque siempre ha habido y habrá reinos maravillosos en este mundo". Por fortuna, para aquellos danzarines que siempre andan tras las emociones. "Lo que hace falta, para verlos –continúa Torga–, es que nuestros ojos no hayan perdido la virginidad original ante la realidad y que nuestro corazón, después, no vacile". Mirar con la inocencia de quien acabara de descubrir el mundo, como si fuera la primera vez.

Un reino mágico, Trás-os-Montes, qué lindo y evocador término bajo la mirada infantil que siente el latido del mundo cerca, más allá, al otro lado de la montaña, donde se refugian los desheredados, los apátridas, los que atraviesan la raya, quienes aspirar a saborear el color azul y mate de los bosques milenarios, donde habitan los urogallos y rugen los osos.

Con el libro de Julio Llamazares bajo el brazo (Trás-os-Montes, por supuesto), muchas ganas y una mirada asombrada, el viajero -que diría el Nobel Saramago, y luego Llamazares-, no sólo se nutre de lecturas, sino de la propia tierra, del paisaje, que es memoria, y toda esa belleza que procuran los reinos fascinantes, en su periplo por esta tierra, en busca del alma de Torga.

El viaje parte de la capital berciana, discurre por Donde Las Hurdes (leonesas) se llaman Cabrera, tierra olvidada y perdida entre montañas, sobre todo la Baja (aunque resulte paradójico), y prosigue rumbo a las sanabrias zamoranas. El encanto, en esta ocasión, reside en atravesar un territorio casi infranqueable, por una carretera que parece trepar a los cielos, abismos de pasión, y de vez en cuando se alumbran, como un espejismo en medio de la melancolía, algunas aldeas de este Atlas, con cierto toque bereber. ¿Será la imaginación del viajero, que cree ver lobos donde sólo hay matojos?

 

A partir del pueblo de Truchas, es como si el relieve se suavizara y se amorosara (esa es al menos la impresión del viajero, que en ocasiones recuerda lo que le conviene, porque la realidad es como uno la recuerda) hasta alcanzar un mirador, realmente espectacular, el alto de Escuredo, a partir del cual comienza un descenso vertiginoso y estimulante, ya en espaciosa tierra zamorana. La Puebla de Sanabria está próxima, y el viajero intuye, en el horizonte, una gran mancha, que podría ser el lago, cuya sola imagen, incluso irreal, lo colma de satisfacción. La necesidad de estirar las piernas y de alimentar el cuerpo invita a hacer un alto en el camino. Una cervecita -sin aceitunas- como aperitivo en un bar algo cutre, situado en un pueblo desangelado. Y luego, al aire libre y fresco de la provincia zamorana, un bocata de jamón, un trozo de empanada, y unas nueces, ay, apañadas ex profeso en el reino mágico del Bierzo.

El lago de Sanabria despierta la fantasía y devuelve al viajero, por instantes, a Inverness. Este, como muchos otros lagos, entre otros el lago de Carucedo, en el Bierzo, o el lago Ness, en Escocia, cuenta también con su propia leyenda. Sorprende tanto verdor, como si se estuviera comiendo “el resto del arco iris”, en una tierra que, en un principio y bajo una mirada colonizada, se podría antojar de color oro.Al viajero le entran ganas de echarse una siesta a orillas del lago, pero el tiempo apremia, y La Puebla amerita, tal vez, de una visita. Empedrada y monumental, con su castillo-mirador y sus vistas de ensueño, anima a recorrerla palmo a palmo. La tarde comienza a echarse encima, pero en Portugal es una hora menos con respecto a España, y eso resulta una bendición para el viajero, que ansía llegar a Bragança con la luz del día, mejor dicho de la tarde. Y aunque no separan muchos kilómetros La Puebla de Bragança, la carretera acaba por hacerse algo pesada. Acaso sean las ganas por arribar a Portugal, ese vecino y hermano, que en tantas cosas le da mil vueltas a España, como el hecho de que los portugueses sean menos altaneros que los españoles, y encima ellos hablen más y mejor, no sólo lengua castellana, sino otras muchas, con una soltura ciertamente envidiable, que ayuda a repensar todo el sistema lingüístico español de enseñanza. Pero ahora el viajero sólo piensa en cruzar la raya y adentrarse en Trás-os-Montes.

Bragança

Bragança no se le apareció al viajero bajo la forma de "una luciérnaga inmensa... entre las sombras de las colinas y de los pinos que la rodean", sino que se le presentó desaborida, como si de repente hubiera desaparecido su población. El viajero, que no era la primera vez que visitaba a esta ciudad, se quedó fuera de sí al comprobar que no había ni un alma por la calle, ni siquiera a quién preguntar, para tomar alguna dirección adecuada, tal vez algún hotel. Por fin, y después de algunos rodeos, da con un hotel, que queda algo alejado del centro histórico. Es probable que no haya más de un kilómetro y medio hasta el castillo, mas al viajero se le antoja lejos, acaso se siente perezoso, a él que le entusiasma caminar.

El viajero se adentra en esta ciudadela medieval por la parte trasera, con gusto y el sentimiento de redescubrir algún tesoro escondido. No se acuerda de que la entrada es gratis, lo que agradece. Y se dispone a recorrer su muralla, como si en un abrir y cerrar de ojos se encontrara en la ciudad de Lugo, por la que el viajero siente tanto cariño. Esta es una auténtica ciudadela, porque en su interior no sólo existe un castillo, que domina la ciudad, y una iglesia, sino múltiples casas, con sus cubiertas de teja, aunque todas ellas blanqueadas con el inmaculado color de lo etéreo, y aun una Domus municipalis, edificio emblemático y con solera, donde en tiempos medievales se reunía el concejo local (el ayuntamiento quizá más antiguo de Portugal). Como por encantamiento, mientras el viajero recorre la muralla, se le aparece un arco iris, símbolo de algún instante de felicidad, que estimula a saborearlo en toda su plenitud. Unas excitantes vistas sobre la ciudad son motivo más que suficiente para justificar este viaje a Bragança. La bajada al centro histórico, por una estrecha y pintoresca callejuela, resulta todo un placer. Si bien la ciudad parece dormida en su historia. Entonces, el viajero se acuerda de un restaurante, que le sugirió su amigo Miguel Varela, y se dispone a buscarlo. Ya va siendo hora de echar un bocado y un vaso, porque los portugueses no son tardones como los españoles para cenar, ni siquiera para comer. Los portugueses tienen horarios de comida que se asemejan más al estilo francés. O eso cree el viajero. Lástima, el Solar Bragançano está cerrado, o eso parece. No hay ningún cartel ni indicación que diga lo contrario. Tampoco es que el apetito apriete, mas ya va siendo hora, o eso siente el viajero, que se dirige hacia la estación de autobuses, en busca sin duda de algún restaurante, y atraído asimismo por el hotel en que se alojara la vez anterior, próximo a esta estación. Al viajero, dicho sea de paso, le gustan las estaciones, ya sean de tren o de bus, incluso las cutres.

Después de un paseo calle arriba, se topa con un monumento al cartero, que devuelve al viajero a una entrañable morriña. Le hace alguna foto, como prueba de su afecto por esta figura, y se topa, casi por casualidad -lo que no es del todo cierto- con el hotel donde el viajero pernoctara en otra ocasión. Este también hubiera sido un buen lugar para pasar la noche, se dice como con pena. Otra vez será. El hotel elegido en este viaje tampoco está mal, aunque la primera impresión no fuera la mejor. Entretanto, encuentra un sitio para comer, al lado mismo del hotel en que se albergara hace tiempo. Se trata de un asador. Qué buena pinta. El viajero, nada más ver los rostizados de carne, comienza a segregar saliva. El sitio, además de limpio, resulta agradable, y como toda la ciudad, está vacío de gente. Será porque hoy es fin de semana, le dice el viajero al camarero. Si fuera domingo –le explica convencido y amable el mesero-, aún sería peor. Pues vaya telar.

En realidad, el viajero agradece, y mucho, que no haya rebaño, ni manada, porque éste, "aunque no es turista -que diría Llamazares-, o al menos así lo cree (turista es el que viaja por capricho y viajero el que lo hace por pasión)", se siente contento por el sólo hecho de haber llegado a Bragança, y también porque viaja acompañado por su amiga del alma, aunque esto quizá no sea necesario contarlo. El viajero (y la viajera) comen con ganas. Y deciden, antes de regresar al hotel, darse otro paseíto por la oscura y deshabitada noche bragantina. Algo caliente ayudará, sin duda, a conciliar el sueño. El castillo, en la noche, se muestra incluso más bello que durante el día.

A la mañana siguiente, Bragança queda literalmente envuelta por una niebla como de otra época. Y el viajero decide dejar la ciudad, con cierta nostalgia, porque es probable que sea alguien ilusionado, aunque en estado permanente de “saudade”, un berciano de pura cepa, o sea.

El viaje continúa por tierras trasmontanas en dirección a Mirandela.

Manuel Cuenya