Desde El Bierzo a Trás-os-Montes - II parte

 

“Hay que ver lo que no se ha visto, ver otra vez lo que ya se vio, ver en primavera lo que se había visto en verano, ver de día lo que se vio de noche, con el sol lo que antes se vio bajo la lluvia… Hay que volver a los pasos ya dados, para repetirlos y para trazar caminos nuevos”, dice Saramago, que a buen seguro estará conversando con Antonio Pereira en algún cielo de Portugal, ese país cercano, no sólo en el espacio, sino en el tiempo de los afectos.

Ruta hacia Mirandela

 

El viajero emprende ruta hacia Mirandela. Nada más abandonar Bragança, comienza a asomar el sol. Se espera un día lleno de esperanza. Y la carretera, que conduce a Oporto (Porto), se perfila firme. En poco tiempo, alcanza Mirandela, ciudad que recuerda con simpatía, aunque estuviera nomás de pasada, hace algún tiempo, en un viaje que realizara a Viana do Castelo y a Bragança.

Pequeña y coqueta, Mirandela es una villa que procura buenas vibraciones, con su puente romano, reflejado en el río Túa, cuyos arcos son todos desiguales, según nos cuentan Saramago y Llamazares. Luce un día de gozo. Y el viajero decide estirar las piernas y oxigenar el cerebro, antes de continuar rumbo a la tan ansiada patria de Torga.

Cuenta Llamazares en su libro Trás-os-Montes (libro de cabecera para este viajero berciano) que Mirandela toma su nombre de la Miranda do Douro, y que el dialecto mirandés deriva directamente del antiguo leonés. Incluso en el norte de Extremadura se habla una suerte de viejo leonés, tal como le dijera en una ocasión su amigo y poeta Miguel Ángel Curiel.

Al viajero le gustaría quedarse unas horas más en este sitio, pero también quiere llegar con sol a São Marthino de Anta, y aún falta camino por recorrer. Llega hasta Vila Real, y después de interrogar a varios lugareños y dar algunas vueltas, logra dar con la carretera. “Siempre en dirección a Sabrosa”, le aclara alguno. Pues vale. Así será. “Vila Real no es una ciudad afortunada”, asegura el Nobel Saramago. Es probable que sea como él dice, aunque el viajero no llega a percibir la hermosura o fealdad de la ciudad, porque sólo la bordea. El entorno, en cualquier caso, resulta de un verdor de cuadro impresionista, con sus pinares y eucaliptos, como para perderse en su umbría, o mejor dicho para echarse una siesta bajo algún árbol cobijador. “Vila Real, al contrario que Bragança –escribe Llamazares-, es una ciudad moderna, una ciudad señorial (término éste que también se decía de León, y que al viajero siempre le ha parecido algo cursi y redundante,  porque toda ciudad será o no de señoras y señores), con cierto aroma huertano, pero reconvertida hoy en el centro económico y político de la provincia de Trás-os-Montes”. “La ciudad portuguesa con mayor cantidad de familias nobles después de la capital”, añade Llamazares. Algún día el viajero volverá, porque “hay que comenzar de nuevo el viaje, siempre”, pero de momento sigue tras las huellas literarias de Torga, y luego espera hacerlo en busca de ese Portugal “telúrico y fluvial”, de esa “vieja y libre” ciudad de Oporto, decadente y a la vez esplendorosa, ribereña y marina, algo que al viajero lo acaba conmocionando, y que requeriría sin duda de otro espacio. En estos pensamientos andaba el viajero, cuando de repente se le aparece São Martinho de Anta.

São Martinho de Anta, el útero de Torga

El viajero recorre Trás-os-Montes (nombre que le invita a soñar despierto y le traslada a un más allá de fantasía) para sentir, sobre todo, la tierra natal de Torga, São Martinho de Anta, localidad perteneciente al Concello de Sabrosa, y próxima a Vila Real.

Miguel Torga, seudónimo de Adolfo Rocha, fue un Oliver Twist que viajó siendo niño al Brasil, y rodó por el mundo “alante”: Mozambique y Angola, entre otros lugares, tal como él mismo cuenta en sus memorias,  La creación del mundo. Nuestro vagamundo tuvo la fortuna de ser apadrinado por un tío suyo para que cursara estudios de medicina en la Universidad de Coimbra, ciudad en la que ejerció como médico.

Con Trás-os-Montes subrayado, y los sentidos abiertos a nuevos horizontes, el viajero se encamina por las veredas del mito, convertido en logos literario, que acaba encontrando en todo el pueblo. Un aura de calma, sosiego y de buenas vibraciones envuelven al viajero y le hacen creer de lleno en las palabras sanadoras, en la memoria literaria, en la escritura autobiográfica y esencial. Llega a sentir su presencia, bajo un negrillo, y su aroma en una taza de café y aun

en un cigarrillo de liar, mientras permanece sentado, en compañía de una sensual, sensible y perceptiva mujer en la cafetería Central, situada en la plaza del pueblo. Un café, 0,50 céntimos. Qué gusto. Y qué felicidad. Es como si su lugar de nacimiento le estuviera pidiendo al viajero que se quedara, que disfrutara, con gusto, de la verdadera talla humana y literaria de Torga, un tanto alejada de saraos y bullicios altaneros.

Instantes de placer, que se traducen en una quietud estoica, mientras el viajero contempla, bajo un pino y a la entrada del cementerio (en el centro- izquierda), su humilde tumba, sobre la que reza su inscripción de Nacimiento y Fallecimiento, aparte de unas flores y un libro, y en la que también se halla su mujer, Andrée. Tras la iglesia, se halla el camposanto, que con luz irreal y anubarrada, acaso repleta de arcángeles, lo seducen. Al igual que su iglesia, que por momentos le hace viajar al Méjico colonial.

El viajero, sin abandonar su espiritualidad, cae en la tentación de llevarse alguna vianda a la boca-ya va siendo hora, se dice-, encontrando, por fortuna, un sitio apropiado, que en forma de cocido a la portuguesa, le ayuda a saborear, una vez más, la felicidad. El viajero nunca podrá olvidar aquel día, aquella tarde, rebosante de vides y anhelos. “Sí, esta es la casa de Torga”, le responde un vecino del pueblo, “permanece cerrada desde que falleciera el escritor y su mujer, que era belga, aunque de vez en cuando viene su hija, que vive en Coimbra”.  Ahora, al recordar São Martinho de Anta, el viajero se siente como un niño que aún tuviera todo el pasado por delante, incluso un futuro lleno de ilusiones.

 Manuel Cuenya