sábado. 20.04.2024
Cueva de Valporquero León
Cueva de Valporquero León

Resulta curioso, cuando menos, que un monumento de nuestra provincia, declarado Patrimonio de la Humanidad, sea una ruina, como dijera un prócer de la cultura leonesa. Una ruina medular, rojiza y hermosa, donde intervino la mano humana, el brazo esclavo del Imperio romano. Si nuestras Médulas son Patrimonio de la Humanidad, los viajeros se preguntan por qué las cuevas de Valporquero, cuya belleza se les antoja mágica, no han tenido el mismo trato y tratamiento mundial. 

De camino a las cuevas de Valporquero un chivo, tal vez sea chiva, saluda a los viajeros abriéndoles un horizonte de hoces. Una imponente masa de rocas calizas y peladas se yerguen endiosadas como desafiando la naturaleza. Pero el viajero (y la viajera) ya han decidido adentrarse en sus torcas y dolinas. 

De repente, en medio de la inmensidad, el viajero rememora "Retrato de un bañista", de Julio Llamazares, mientras escucha la voz del poeta: Entre las truchas muertas y la herrumbre, fresas... Por todas partes, un sol de nata negra y fresas, fresas, fresas.

Una garganta profunda, acaso con anginas, surca el Torío. Preámbulo fascinante. Ahora solo queda alcanzar el pueblo de Valporquero del Torío y a continuación sus cuevas, que son unas “pocholas”, según la viajera, a tenor de la poca edad que tienen: un millón y pico de años, poco más o menos, casi nada, o sea, la eternidad y un día para cualquier ser humano hecho de brevedad y finitud. 

El paisaje se revela grandioso. Y los viajeros, con la sensación de haber llegado a otro mundo, continúan extasiados durante todo el recorrido hasta alcanzar las cuevas de Valporquero. 


Es la cuarta vez que el viajero pone los pies en estas cavernas, y espera que no sea la última. Entonces, recuerda fascinado que su primera visita debió ser cuando tan solo contaba con seis años, fruto de una excursión escolar. 

Y luego volvió, siendo ya un mocín, pero aquel día no se sentía en buen estado físico y tuvo que abandonar la visita –qué lástima- al poco de entrar en las cuevas. 

Pasados unos cuantos años, el viajero -en compañía de una tropa de Erasmus de la Universidad de León, comandados por Adrián, Damelsa y Eva de la Asociación Aegee-, enfiló rumbo a Valporquero a través de esas hoces y ese paisaje-memoria: la cascada de Nocedo, en el alto del Curueño, el río del olvido y de la memoria, que lo hermana y devuelve a la cascada de la ruta de las fuentes curativas en Noceda del Bierzo. Y  aquella subida al valle de Valdorria, incluida la Ermita de San Froilán, que se le antojó puro espejismo. 

En aquella su tercera visita a Valporquero, el viajero (así como el resto de tripulantes) fueron guiados por un tal José Llamazares, natural de La Sobarriba o costa del adobe, que les contó un sinfín de historias acerca de estas cavernas, entre otras que son las más grandes de España, “que se pueden visitar en su totalidad”, precisó, porque también están las de Ojo Guareña en Burgos, que aunque figuran entre las diez más grandes del mundo, solo se puede acceder a una pequeña parte de las mismas. Al parecer, solo es visitable una cueva. 

Si las cuevas de Valporquero, en vez de estar en la montaña leonesa, estuvieran en Cataluña o en Mallorca, como las del Drach, “tendrían 70.000 visitantes al mes”, señalaba este buen hombre, que también se encargó de ensalzar estas grutas como escenario natural para el rodaje de secuencias de películas, como la de la Cueva de Montesinos de El Quijote, de Gutiérrez Aragón, y algún documental de Al filo de lo imposible. 

La visita de las “helictitas” en la Sala de las Maravillas, aparte de instructiva, ayudó al viajero a imaginar un mundo fantasmagórico, como esos paisajes de ficción transilvaniana que pueden verse en el Drácula, de Coppola. 

En su cuarta -y hasta ahora última visita-, el viajero se maravilló, como aquella primera vez cuando era un tierno infante, ante tamaño esplendor de estalactitas y estalagmitas. Y ambos, tanto el viajero como la viajera, disfrutaron contemplando la belleza contenida en este espacio cavernario, que les invitó a reflexionar sobre la levedad y la finitud del ser humano. 

"Para formarse una columna, como algunas que estáis viendo, deben transcurrir miles de años... A razón de dos centímetros por cada cien años, más o menos", puntualizó el cicerone, que en este caso era un tal Paco, quien también dio su versión sobre las películas que se han rodado en las cuevas, a saber,  desde una versión de Viaje al centro de la tierra, de Juan Piquer, hasta La herencia de Valdemar (al menos la segunda parte) y aun una versión de La isla del tesoro (El tesoro), dirigida por Martín Cuenca, que el guía tuvo la ocasión de ver en la televisión gallega. 

Lástima que en esta ocasión el recorrido por las cuevas fuera más bien corto y no incluyera la Sala de las Maravillas. Una auténtica joya de la naturaleza. Y eso que solo estaban los viajeros y otras dos personas extranjeras, o quizá por eso mismo.

Al parecer, hay un recorrido corto, cuya duración es de unos cincuenta minutos, y otro más largo, con una duración aproximada de hora y media. Mas, por fortuna, al viajero no se le resistieron esta vez las fotos, que quedaron en verdad espectrales (algún fantasma se llega a ver), porque en su penúltima visita, si bien hizo fotos con película, nunca llegó a verlas reveladas porque su cámara Yashica  fue a parar a las manos de cualquier raterillo en Murcia, donde al viajero le dio por quedarse sopa, sin querer claro está, en un banco situado en el parquecito del ayuntamiento. ¿Quién le mandaría pegar los ojos, y dejar a libre valer la mochilita en que llevaba su cámara de fotos? Es lo que tienen los viajes, que además de procurar emociones intensas entrañan cierto riesgo. 

El viajero, con las techumbres o palapas del entorno de las cuevas grabadas en su memoria afectiva, contempla el paisaje con un ojo “esgazado” mientras le guiña otro a Felmín, la aldea que se atisba al fondo.  

Y la viajera sonríe. Hasta la próxima... visita.
| Manuel Cuenya

Hasta el centro de la tierra. La Cueva de Valporquero por Manuel Cuenya